No fue necesario siquiera que estuviese promulgada la Ley anti-discriminación para que quedasen en evidencia sus limitaciones. Incluso quienes han seguido sosteniendo lo insostenible (que la vía legal es la única vía para hacer política sexual, que basta con catalizar la afinidad de la opinión pública para que los actores políticos institucionales de buena gana y rasgando vestiduras se sensibilicen favorablemente con las ideas de diversidad y tolerancia, sin importar cuáles sean las orientaciones políticas específicas de tales actores, &c &c) han tenido que reconocer que la ley no estaba bien diseñada, que los dos casos recientes de agresión a una chica lesbiana y a una trans no caben ni dentro de la legislación actual ni dentro de la prevista, que, un vez más, se puede ejercer impunemente la violencia sobre quienes, de una manera u otra, no calzan y no hacen parte de eso que se llama 'ser normal'.
Lo más triste de todo es que varixs ya teníamos una noción de que esto iba a pasar; una certeza trágica de la indiferencia cruda de la violencia social frente a leyes aprobadas para la foto. No se trató nunca de un presentimiento, y eso da más rabia y más impotencia aún. Mientras tanto, veo lienzos negros y poleras naranjas. En una vereda otra -porque sería mucho decir 'opuesta', y probablemente sea este el calificativo que sus cultores más apreciarían-, la micropolítica de la interrupción, la autoproclamada puesta en crisis de las instituciones, la contaminación de los significados.
Ambas situaciones parecen manifestar una crisis de las políticas sexuales y feministas. Si la primera implica, especialmente, la ingenuidad política en las modalidades de interlocución institucional dentro del marco hegemónico actual -además de la exclusión de cuerpos que no se ajusten dentro de los parámetros del gay de clase alta, 'masculino', 'piola', 'no loca'-, la segunda da a entender un enclaustramiento presentista en los mecanismos de la política paródica conceptualista, aquella que identifica a tal manera estética y política que termina por prescindir de las preguntas crudas de la organización y la articulación con actores que no tengan dentro de su repertorio la intervención performática como estrategia de movilización.
A fin de cuentas, no sé si es que exista alguna definición del feminismo contemporáneo que no haga referencia a la política encarnada, a la experiencia como momento ineludible de la reflexión y la acción. Cierto, no sabemos todo de esa experiencia, no sabemos todo de esos cuerpos, no sabemos todo de esos deseos, de los roces y goces que nos dan. Pero tengo la convicción, pequeña y quizás no lo suficientemente valiente, de aun cuando no lo sepamos todo, esa experiencia nos sigue llamando a mover la rabia y la solidaridad. Porque ni a mí ni a mucha más gente nos basta una ley farandulera o una colecta-performance cuyos fondos quién sabe dónde van a parar.
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