Debo comenzar con una digresión (pero difícilmente puede juzgarse como tal una digresión que se instala antes de haber fijado una ruta). En las breves pero lúcidas páginas iniciales de La formación de la clase obrera inglesa EP Thompson es enfático en señalar las relaciones entre experiencia y conciencia de clase. Lección más importante: no podemos desligar las 'relaciones objetivas socialmente determinadas' de las vías en que esas relaciones se procesas, de las formas en que 'lo dado' deja de ser tal y comienza a ser parte del mundo significativo. Todo esto viene a señalar una premisa que Thompson no descubrió, pero que sí ayudó a reinstalar en el seno de la discplina historiográfica y del marxismo: la clase sólo existe en la medida que se construye a sí misma de forma relacional –respecto de la formación de otras clases–. (Que esto ya se encontraba en las anotaciones de Marx en El 18 de Brumario... puede argumentarse más o menos convincentemente, y no estoy ahora en disposición de tomar al respecto partido; más me interesa subrayar la claridad con la que Thompson nos recuerda un punto asaz obvio, pero como toda obviedad tiene el talento de ocultarse si es que no se la considera lo suficiente). Partir, entonces, de la clase, no como un dato, sino como una pregunta cuyo esclarecimiento es ya parte de su propio proceso histórico.
Comienzo. Recientemente (casi ayer) apareció un artículo de Joaquín Romero, compañero de La Alzada, sobre disidencia sexual y acción política. Dispensando del examen de las apreciaciones más ostensiblemente dirigidas al campo libertario, me interesa esbozar un argumento que espero contribuya al debate. La intuición que querría desempacar es la siguiente: la afirmación de que es necesaria la inserción política de la disidencia sexual dentro del horizonte de la superación de la sociedad de clases (sostener, por ende, que es menester un vínculo entre la construcción de poder popular –un término que empaqueta dimensiones que ameritan su propia discusión– y la transformación de la sexualidad) nos otorga sólo una parte de la ecuación, y puede que ni siquiera la parte cuyo esclarecimiento sea el que más necesitamos, sin perjuicio de los aciertos que esta afirmación pueda tener (y que, de hecho, tiene).
Pero hay una incompletitud en la intuición anterior. ¿Cuál es/son/sería-n esa/s otra/s parte/s de la ecuacióin que no estamos viendo? Taquigráficamente: la formación de conciencia de clase. Que este es un problema cuya entidad y consecuencias exceden los límites de la política sexual me parece fuera de discusión, y me quedaré en apuntar una o dos cosas más acá de esos límites. Me temo que aun hoy sólo tenemos un conocimiento de la construcción de conciencia clasista que replica el mismo estado actual de despliegue de la clase trabajadora: vocabularios inciertos, dispersión, intereses contrapuestos y articulación fragmentada, discontinua. Dolora constatación en que los contornos de la cosa parecen calcarse en aquellos del conocimiento de la cosa.
Si hemos de apostar por la inserción de la disidencia sexual en las luchas de campo popular por liberarse, con todo lo complejo que esto es, no podemos escamotear una cuestión de orden estratégico: la inserción factual o eventual que les disidentes sexuales tenemos en aquellos sitios, instituciones, acontecimientos e instancias organizativas en las que nuestra experiencia múltiple del mundo se procesa. Y creo que aquí el panorama es menos alentador de lo que el artículo de Joaquín Romero parece querer sugerir. Porque si concedemos que es en la educación formal en donde hoy más fuerte se produce algo así como la conciencia de clase, entonces existe un segmento importante de les nuestres que están de facto fuera de esos circuitos. Les trans no han sido invitades al baile, y esa es sólo una muestra –limitada pero acuciante– de las complicaciones. Un segundo escollo es el hecho de que, aun quienes participan de las instancias de despliegue y construcción de conciencia clasista, lo hacen en su mayoría de forma solapada, con desconfianza o desinterés.
Lo cierto es que la violencia simbólica y física –tan presente en la propia clase trabajadora como producto y testimonio de sus sistemática dominación– la que, a mi juicio, produce una recusación de la adscripción clasista. El goce de la propia sexualidad aparece contrapuesto a ese mundo (que desde una perspectiva revolucionaria aparece como condición de posibilidad de un proyecto emancipatorio general), dislocado de él y ubicado en el consumo, la música pop, la frivolidad y la socialización endogámica/ghettoizada o bien dispuesta a ocultar la ostensibilidad del deseo. Aquí se signa, también, la tragedia tan propia de un segmento generacional que es el que hoy nos encontramos esparcidos por la lucha estudiantil, aquella del asumir como propia y cercana a una fracción de la industria cultural primermundista como estrategia de refugio, de búsqueda de un sitio desde donde habitar una cierta melancolía que –indirecta y refractada– remitía y remite al despojo que expresaron en su momento bandas como New Order, The Smiths, Pulp o Radiohead, sólo por dar algunas pistas y no hacer una lista tan injusta como incompleta. Que hoy esta tragedia y esta dislocación tenga sus coordenadas en otras latitudes (a veces, más acá hacia el sur) es más un cambio de accidente que de substancia, pues el desgarro sigue siendo, en general, el mismo: el no hallarse –cuando mucho, no hallarse del todo– en el conjunto de experiencias que conforman el proceso de constitución misma de la clase trabajadora, mundo popular o como quiera llamársele.
En definitiva, no es tan fácil ni tan clara la inserción que se busca y se necesita. Sin una visión de cómo construir (e intervenir en) los mecanismos de formación de conciencia de clases, nos quedaremos con las manos vacías. Tal y como están las cosas, quienes nos hemos unido a la lucha en una perspectiva que el mundo libertario (¡o aun la izquierda!) pueda considerar afín no dejaremos de ser algunes, meras individualidad sólo casualmente aglutinadas. Aquí el análisis político se revela a sí mismo en una operación cuya etimología se metaforiza, pues implica reconstruir lo actual restituyéndole la dispersión que lo compone, para efectuar recién en ese instante la alquimia de las preguntas (y las respuestas).
Comienzo. Recientemente (casi ayer) apareció un artículo de Joaquín Romero, compañero de La Alzada, sobre disidencia sexual y acción política. Dispensando del examen de las apreciaciones más ostensiblemente dirigidas al campo libertario, me interesa esbozar un argumento que espero contribuya al debate. La intuición que querría desempacar es la siguiente: la afirmación de que es necesaria la inserción política de la disidencia sexual dentro del horizonte de la superación de la sociedad de clases (sostener, por ende, que es menester un vínculo entre la construcción de poder popular –un término que empaqueta dimensiones que ameritan su propia discusión– y la transformación de la sexualidad) nos otorga sólo una parte de la ecuación, y puede que ni siquiera la parte cuyo esclarecimiento sea el que más necesitamos, sin perjuicio de los aciertos que esta afirmación pueda tener (y que, de hecho, tiene).
Pero hay una incompletitud en la intuición anterior. ¿Cuál es/son/sería-n esa/s otra/s parte/s de la ecuacióin que no estamos viendo? Taquigráficamente: la formación de conciencia de clase. Que este es un problema cuya entidad y consecuencias exceden los límites de la política sexual me parece fuera de discusión, y me quedaré en apuntar una o dos cosas más acá de esos límites. Me temo que aun hoy sólo tenemos un conocimiento de la construcción de conciencia clasista que replica el mismo estado actual de despliegue de la clase trabajadora: vocabularios inciertos, dispersión, intereses contrapuestos y articulación fragmentada, discontinua. Dolora constatación en que los contornos de la cosa parecen calcarse en aquellos del conocimiento de la cosa.
Si hemos de apostar por la inserción de la disidencia sexual en las luchas de campo popular por liberarse, con todo lo complejo que esto es, no podemos escamotear una cuestión de orden estratégico: la inserción factual o eventual que les disidentes sexuales tenemos en aquellos sitios, instituciones, acontecimientos e instancias organizativas en las que nuestra experiencia múltiple del mundo se procesa. Y creo que aquí el panorama es menos alentador de lo que el artículo de Joaquín Romero parece querer sugerir. Porque si concedemos que es en la educación formal en donde hoy más fuerte se produce algo así como la conciencia de clase, entonces existe un segmento importante de les nuestres que están de facto fuera de esos circuitos. Les trans no han sido invitades al baile, y esa es sólo una muestra –limitada pero acuciante– de las complicaciones. Un segundo escollo es el hecho de que, aun quienes participan de las instancias de despliegue y construcción de conciencia clasista, lo hacen en su mayoría de forma solapada, con desconfianza o desinterés.
Lo cierto es que la violencia simbólica y física –tan presente en la propia clase trabajadora como producto y testimonio de sus sistemática dominación– la que, a mi juicio, produce una recusación de la adscripción clasista. El goce de la propia sexualidad aparece contrapuesto a ese mundo (que desde una perspectiva revolucionaria aparece como condición de posibilidad de un proyecto emancipatorio general), dislocado de él y ubicado en el consumo, la música pop, la frivolidad y la socialización endogámica/ghettoizada o bien dispuesta a ocultar la ostensibilidad del deseo. Aquí se signa, también, la tragedia tan propia de un segmento generacional que es el que hoy nos encontramos esparcidos por la lucha estudiantil, aquella del asumir como propia y cercana a una fracción de la industria cultural primermundista como estrategia de refugio, de búsqueda de un sitio desde donde habitar una cierta melancolía que –indirecta y refractada– remitía y remite al despojo que expresaron en su momento bandas como New Order, The Smiths, Pulp o Radiohead, sólo por dar algunas pistas y no hacer una lista tan injusta como incompleta. Que hoy esta tragedia y esta dislocación tenga sus coordenadas en otras latitudes (a veces, más acá hacia el sur) es más un cambio de accidente que de substancia, pues el desgarro sigue siendo, en general, el mismo: el no hallarse –cuando mucho, no hallarse del todo– en el conjunto de experiencias que conforman el proceso de constitución misma de la clase trabajadora, mundo popular o como quiera llamársele.
En definitiva, no es tan fácil ni tan clara la inserción que se busca y se necesita. Sin una visión de cómo construir (e intervenir en) los mecanismos de formación de conciencia de clases, nos quedaremos con las manos vacías. Tal y como están las cosas, quienes nos hemos unido a la lucha en una perspectiva que el mundo libertario (¡o aun la izquierda!) pueda considerar afín no dejaremos de ser algunes, meras individualidad sólo casualmente aglutinadas. Aquí el análisis político se revela a sí mismo en una operación cuya etimología se metaforiza, pues implica reconstruir lo actual restituyéndole la dispersión que lo compone, para efectuar recién en ese instante la alquimia de las preguntas (y las respuestas).
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