(Parece oportunista sumarse a los textos que se han publicado desde ayer, pero hay una diferencia entre los imperativos éticos y el oportunismo. Callar, a veces, es la peor forma de volver a perpetrar el crimen, aun si se siente que la palabra no ha dado en el blanco)
Quien muere en tortura no muere para siempre. O, lo que es casi lo mismo, no termina nunca de morir. La tortura juega a una partida perversa: hacer parecer que la muerte no llegará nunca toda vez que prolonga para siempre el instante del dolor. Simultáneamente, quien muere en tortura no muere mientras la tortura siga existiendo. "No hay en el mundo un pobre tipo linchado, un pobre hombre torturado, en quien no sea yo asesinado y humillado".
Si algo me llama la atención de las reflexiones sobre la muerte de Daniel Zamudio es la lucidez que portan. No sólo porque hagan una crítica a la Ley Anti-discriminación y sus carencias (que saltan a la vista y que parecen tan burdas que se siente uno por un momento tentado de no tener que glosarlas, sólo para constatar un segundo después que a ninguno de los políticos lagrimeros que la promulgó le parece en lo absoluto relevante o justificado el pensar dos veces antes de redactar una ley que significa un paso para adelante y dos para atrás), sino porque destacan que el dolor que sentimos como lesbianas, trans, colas y no-heterosexuales en general es un dolor -y una rabia- que excede con mucho la figura de Zamudio. El legado de esta muerte en tortura es precisamente que nadie ha dejado de morir y nadie ha dejado de dolerse por el hecho de que un pedazo de papel haya sido mediáticamente bautizado con un nombre que portaba ya una historia infame. Contra todo optimismo, seguimos cargando con muertes ininteligibles.
Acaso lo más triste sea constatar que, para algunos, es todavía necesario fundar la comunidad sobre la sangre derramada. Los cadáveres sirven para recordar, pero el recuerdo de unos escribe la memoria borrando con el codo la muertes de otres. Me da miedo pensar que vaya a ocurrir algo que ya está pasando: los mártires buenos son blanquitos, lindos y gay. El resto, a morderse la lengua, a ubicarse, a no ser faltas de respeto.
Pero no, la sangre ni lava ni cura la herida; tampoco evita que las cicatrices se borren. En este país aprendimos demasiado bien la lección del olvido. Y sin embargo, cuando menos lo esperemos, algo o alguien hablará por nosotres, alguien reclamará como exlcusivo el recuerdo de Zamudio, y entonces tendremos que replicar: "quien muere en tortura no muere para siempre". Habrá que negarse a la propiedad privada de los muertos, y no para colectivizar eso que es inexpropiable en la muerte de cada uno, sino para hacer común el dolor y la rabia que no porta nombre alguno; la impersonalidad de esta muerte contra toda justicia. La frase "todos somos Daniel Zamudio" sólo tendrá sentido si asumimos esta deuda y esta responsabilidad, si pensamos "todos podremos ser Daniel Zamudio", y, sobre todo, como ya se dice por ahí, si asumimos también la frase "todos matamos a Daniel Zamudio".
"QUIEN MUERE EN TORTURA
NO TIENE SINO DOS CAMINOS
1. insepulto estar en todas partes o
2. canjear su casa por una foto"
(Eugenio Dittborn)
Quien muere en tortura no muere para siempre. O, lo que es casi lo mismo, no termina nunca de morir. La tortura juega a una partida perversa: hacer parecer que la muerte no llegará nunca toda vez que prolonga para siempre el instante del dolor. Simultáneamente, quien muere en tortura no muere mientras la tortura siga existiendo. "No hay en el mundo un pobre tipo linchado, un pobre hombre torturado, en quien no sea yo asesinado y humillado".
Si algo me llama la atención de las reflexiones sobre la muerte de Daniel Zamudio es la lucidez que portan. No sólo porque hagan una crítica a la Ley Anti-discriminación y sus carencias (que saltan a la vista y que parecen tan burdas que se siente uno por un momento tentado de no tener que glosarlas, sólo para constatar un segundo después que a ninguno de los políticos lagrimeros que la promulgó le parece en lo absoluto relevante o justificado el pensar dos veces antes de redactar una ley que significa un paso para adelante y dos para atrás), sino porque destacan que el dolor que sentimos como lesbianas, trans, colas y no-heterosexuales en general es un dolor -y una rabia- que excede con mucho la figura de Zamudio. El legado de esta muerte en tortura es precisamente que nadie ha dejado de morir y nadie ha dejado de dolerse por el hecho de que un pedazo de papel haya sido mediáticamente bautizado con un nombre que portaba ya una historia infame. Contra todo optimismo, seguimos cargando con muertes ininteligibles.
Acaso lo más triste sea constatar que, para algunos, es todavía necesario fundar la comunidad sobre la sangre derramada. Los cadáveres sirven para recordar, pero el recuerdo de unos escribe la memoria borrando con el codo la muertes de otres. Me da miedo pensar que vaya a ocurrir algo que ya está pasando: los mártires buenos son blanquitos, lindos y gay. El resto, a morderse la lengua, a ubicarse, a no ser faltas de respeto.
Pero no, la sangre ni lava ni cura la herida; tampoco evita que las cicatrices se borren. En este país aprendimos demasiado bien la lección del olvido. Y sin embargo, cuando menos lo esperemos, algo o alguien hablará por nosotres, alguien reclamará como exlcusivo el recuerdo de Zamudio, y entonces tendremos que replicar: "quien muere en tortura no muere para siempre". Habrá que negarse a la propiedad privada de los muertos, y no para colectivizar eso que es inexpropiable en la muerte de cada uno, sino para hacer común el dolor y la rabia que no porta nombre alguno; la impersonalidad de esta muerte contra toda justicia. La frase "todos somos Daniel Zamudio" sólo tendrá sentido si asumimos esta deuda y esta responsabilidad, si pensamos "todos podremos ser Daniel Zamudio", y, sobre todo, como ya se dice por ahí, si asumimos también la frase "todos matamos a Daniel Zamudio".
"QUIEN MUERE EN TORTURA
NO TIENE SINO DOS CAMINOS
1. insepulto estar en todas partes o
2. canjear su casa por una foto"
(Eugenio Dittborn)
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