Estamos ya en el punto que bordea lo irracional, el absurdo de un presidente que se considera apto para asignar certificados de 'madurez' a una chica de 11 años (pero a sostener de la forma más enfática que una toma es incompatible con la democracia y que la detención por sospecha bien debiera volver a las calles). La cuestión de si la decisión de tener una guagua producto de violaciones reiteradas es o no legítima pierde todo sentido si es que atendemos a un cuadro mayor, que exceda -precisamente por tomarlas más en consideración, con todo el detallismo que la excepcionalidad demanda- las peculiaridades del caso de Belén, el cuerpo en disputa de una semana a esta parte. Resulta urgente escapar la polaridad que convenientemente se instala para justificar la prohibición de abortar: pro-vida v/s pro-elección. A nadie se le ha pasado por la cabeza llegar con una aspiradora o con un gancho de ropa en la mitad de la noche y amarrar a Belén en un quirófano con una bolsa en la cabeza para dejarla tirada en su pieza después de terminar el procedimiento (una inversión casi completa del abuso de su padrastro, pero sin la repetición constante).
El derecho a un aborto libre, seguro y gratuito (llega a dar algo de risa la similtud con la consigna estudiantil, pero eso no debiera conducirnos a pensar que la solidaridad de las demandas será automática, pues, a pesar de su vínculo profundo, la dominación que se ejerce mediante el sistema educativo -en su precarización, en su rol como reproductor de la opresión- no determina la dominación hetero-patriarcal que la ilegalidad del aborto significa; antes bien, se entrecruzan a un punto tal que el proceso histórico de la violencia sobre los cuerpos de las mujeres reclama una reivindicación singular e ineludible, cuya vectorización por medio de las demandas estudiantiles releva la necesidad de construir frentes de lucha que integren las contradicciones de la totalidad social) es, hoy más que nunca, una disputa por el ejercicio de una forma de derechos que está en oposición a la lógica común de libertades negativas. Ya no basta con justificar una protección de la privacidad (el núcleo duro de la despenalización gringa del aborto en Roe v. Wade), sino afirmar un acto colectivo de soberanía sobre los cuerpos históricamente sometidos a la maternidad obligatoria. Que ello tiene hoy -como ha tenido antes, pero quizás, en este momento, con más pregnancia debido al carácter rapiñezco de nuestro lumpencapitalismo- un componente de clase resulta no tanto evidente como interpelador. Quienes nos declaramos 'en lucha' contamos hoy con pocas opciones frente a un acto de violencia de esta índole. Una solución como el mal llamado aborto terapéutico pretende sólo dejar conciencias a medio calmar y frenar el escándalo. Aceptarlo como 'lo que permiten las condiciones' es darle un portazo en la cara a lo que constituye un piso mínimo de vida digna. Es sacarle las púas a los silicios y dejarlos sólo un poco menos apretados, pero dejándoles un lustre suficiente como para que duren otro siglo.
El derecho a un aborto libre, seguro y gratuito (llega a dar algo de risa la similtud con la consigna estudiantil, pero eso no debiera conducirnos a pensar que la solidaridad de las demandas será automática, pues, a pesar de su vínculo profundo, la dominación que se ejerce mediante el sistema educativo -en su precarización, en su rol como reproductor de la opresión- no determina la dominación hetero-patriarcal que la ilegalidad del aborto significa; antes bien, se entrecruzan a un punto tal que el proceso histórico de la violencia sobre los cuerpos de las mujeres reclama una reivindicación singular e ineludible, cuya vectorización por medio de las demandas estudiantiles releva la necesidad de construir frentes de lucha que integren las contradicciones de la totalidad social) es, hoy más que nunca, una disputa por el ejercicio de una forma de derechos que está en oposición a la lógica común de libertades negativas. Ya no basta con justificar una protección de la privacidad (el núcleo duro de la despenalización gringa del aborto en Roe v. Wade), sino afirmar un acto colectivo de soberanía sobre los cuerpos históricamente sometidos a la maternidad obligatoria. Que ello tiene hoy -como ha tenido antes, pero quizás, en este momento, con más pregnancia debido al carácter rapiñezco de nuestro lumpencapitalismo- un componente de clase resulta no tanto evidente como interpelador. Quienes nos declaramos 'en lucha' contamos hoy con pocas opciones frente a un acto de violencia de esta índole. Una solución como el mal llamado aborto terapéutico pretende sólo dejar conciencias a medio calmar y frenar el escándalo. Aceptarlo como 'lo que permiten las condiciones' es darle un portazo en la cara a lo que constituye un piso mínimo de vida digna. Es sacarle las púas a los silicios y dejarlos sólo un poco menos apretados, pero dejándoles un lustre suficiente como para que duren otro siglo.
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