Sunday 9 October 2016

Personalizar la política

Estuve fuera unas semanas y parece que el clima levemente agitado dentro de las organizaciones feministas en Santiago se transformó, súbito, en un ambiente ríspido, con poco margen para conversaciones que no estén algo a la defensiva. No es, sin embargo una novedad. El feminismo es un campo ácido, las peleas están a la orden del día, y quizá hay más quiebres que dentro de la izquierda tradicional. La explicación más fácil suele ser que la política feminista involucra los afectos y que la separación entre lo privado (las relaciones íntimas o personales) y lo público (el espacio de esa política que hemos llamado formal más por costumbre que por razones muy meditadas) es una construcción histórica del patriarcado.

Hasta ahí, nada que decir, porque es un razonamiento válido que ha permitido la politización de aspectos antes excluidos del escrutinio colectivo. La dimensión doméstica es uno de los sitios más crudos de reproducción del poder patriarcal: cómo nos debemos vestir, quién debe limpiarle la mierda a las wawas, qué reglas se imponen a las relaciones amorosas. Si sólo existiera en las manifestaciones "públicas", esta opresión no podría hacer ni la mitad de su trabajo, y por lo mismo es un desafío para cualquier espacio feminista el diseñar estrategias para transformar lo privado.

Entonces, si es que ha sido tan relevante esta politización de lo personal, ¿qué hay de problemático en el actual estado de cosas del debate feminista? Pues, precisamente que pareciéramos haber llegado al otro lado del espejo. El tipo de comentarios que leo de unas organizaciones opinando de otras, los juicios sobre acciones u omisiones de sujetos individuales, las exigencias hechas respecto de la coherencia política, todo ello se desarrolla en el tono de la conversación de pasillo (o bien en la invectiva semi-pública del estado de Facebook). Quiero comprender de dónde vienen estas pasadas de cuentas y a qué responden los comentarios pasivo-agresivos. Que alguien me explique en qué momento las diferencias políticas empezaron a pesar por su contenido afectivo, como si el desacuerdo en el "qué hacer" -esto es, en los detalles- signficase necesariamente un juicio respecto de la calidad de las personas u organizaciones con quienes se tiene ese diferendo.

Se me ocurre que esta crispación generalizada tiene que ver con un déficit de espacio público para el debate. Un lugar en el que la politización de lo privado no equivalga del todo a la personalización de lo político. O, dicho de otro modo, una manera de abordar las diferencias por fuera de los códigos de la intimidad. La crítica a la abstracción de una esfera pública diseñada a medida masculina, burguesa y blanca no debiese llevarnos al rechazo de esa necesaria abstracción que requiere cierto tipo de acción política. Tratarnos entre nosotras sólo en los códigos de la amistad tiene como potencial consecuencia la clausura de lo político. Ahí, la sororidad corre el riesgo de transformarse en grupos de afinidad de funcionamiento sectario, y sabemos que la sororidad es algo demasiado importante y preciado como para dejar que ello ocurra. Sin una mediación de los conflictos políticos que pueda esquivar esta disolución dentro de los límites parroquiales del cuarto propio me temo que sólo iremos a un debilitamiento del ingente tejido organizativo que ha caracterizado estos últimos años para el campo feminista. No sé cómo se hace para salir de esta modalidad en la que estamos, pero es urgente la búsqueda, partiendo por la recomposición de confianzas.

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